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Expedición Ausan

  • Tercera parte
  • 19 oct 2018
  • 6 Min. de lectura

Tras el fiasco del lago, ahora era el momento de ponerse al tema en sí, era la hora de empezar mi segunda gran prueba, el Desierto blanco o el Salar de Uyuni. Los primeros días que me asenté en Bolivia fueron bastantes tediosos para mí. Mis pequeñas incursiones por la zona, a fin de aclimatarme a la altura, me afectaban inmediatamente, la sensación de cansancio debido a la dificultad para obtener todo el oxígeno necesario en cada bocanada, me fatigaba enormemente al principio. Me tomó 3 días poder

sobrellevar adecuadamente la altura y asegurarme que mi avance por el Salar no se vería afectado por estos condicionantes. Mi preparación anterior parece no haber surtido efecto con este gran factor limitante llamado altura. No obstante, al amanecer el día 4 comencé mi gran aventura.

Había amanecido temprano y con mi pequeño carro y mi mochila me eche rumbo a cruzar aquella masa blanca y extensa que llenaba mis ojos, me esperaban 167 km de ruta a lo largo de aquel lugar.

Al principio la ruta se volvió corriente, como un descampado empedrado, castigado por la erosión y conquistado por pequeños matos que carecían de flora y de más vida que ellos mismos. Me llevó dos largas horas dejar atrás ese terreno baldío y rocoso de pequeños cúmulos de arena y piedra que entorpecían enormemente el andar de mi carro. Pero por fin, ahí estuvo, el Salar en su esplendor se asomaba ante mí, sólido y resplandeciente te invitaba a adentrarte en sus tierras sin apenas imaginar que te espera un frio y desolado panorama de sal sin mayor conquista que unas pequeñas islas prófugas de sal que no se apreciaban a la vista.

Empecé a andar por aquel lugar que castigaba la vista con un brillo mágico pero terrible con el tiempo. Los pasos se hundían en una mezcla de fango y sal, haciendo que los andares fueran difíciles de coordinar, sin olvidar el duro trabajo que plantea arrastrar un carro que parecía infinitamente más pesado al hundirse por el paso del agua.

Fue una hora difícil la que me hizo vivir mi entrada al mar de sal. Durante un largo periodo de tiempo fui solo una mera sombra en aquel basto lugar, solo en la distancia se podía apreciar los numerosos jeeps que se embarcaban en el salar para transportar a los curiosos que querían disfrutar de los encantos de este lugar.

Caminé y caminé y a mi paso solo encontraba muestras de montículos de sal, prueba de que por ahí se había parado vida humana. El lugar era continuo, demasiado igual, solo rompía su simetría los pequeños montículos que conquistaban solo una ínfima parte del lugar, dispersos entre sí y no más altos que mis rodillas, se agrupaban en hileras de 3 a 5 montículos, como si vigilaran la inmensidad del espacio.

Pero algo si me sorprendió, como si de un meteorito se tratara, encontré en mi camino, pequeños espacios de tierra irregulares de no más de 6m2 que se encontraban en medio de ningún lugar, solo con tierra marrón emblanquecida, daban un respiro a los ojos de tanto blanco.

Llegó la noche y mi cuerpo ya adormecido me suplico que parara, era agotador el lastrar aquel carro, pues la sal endurecida había formado cúmulos como piedras y hacían del terreno un lugar difícil para caminar. Habían pasado 14 horas desde mi partida, ya era hora de que descansará, así que monté la tienda y ahí en medio de la nada, me dispuse a dormir.

El cielo que allí se podía contemplar era espectacular, todo el lugar era fuente naciente de un encanto divino proveniente de las estrellas que se posaban en lo alto.

Difícil sería intentar explicaros como era el cielo que vi, pero imaginad una infinidad de diamantes que se agolpan en el manto negro que los protege y les proporcionan base para desprender un encanto difícil de igualar.

El despertador me avisa de que son las 7 y mi cuerpo sabe que el castigo de ayer lo iba a pagar muy caro hoy. El frio de la noche que ayer viví era tímido pero feroz, lo que parecía una suave brisa se convertiría pronto en un aire helado e incómodo que calaría mis huesos. Esto sumado con el excesivo kilometraje que hice ayer (48km), hizo que levantarme fuera todo un desafío, me sentía rígido y torpe para moverme, pero me esperaba un día duro, quería realizar 65 km y no podía perder ni un segundo.

El camino era igual, fastuoso lugar que te desmotivaba a cada paso, debía ser consciente y medido para evitar naufragar y condenarme a desviarme de la ruta. Pero había esperanza, a lo largo de este día pude divisar un par de islas que habían sobrevivido al infierno de estar ahí y que componían el groso atractivo del aquel lugar, la isla de Incahuasi se erigiría como soberana de un reino de cactus en medio de un mar muerto, la escoltaban en el horizonte otras islas menores que carecían de atractivo para el turista, pero para un náufrago del desierto como yo, era un atisbo de esperanza entre tanta sal.

Llega la tarde y conlleva con ella mi mayor percance de todos, el eje del carro que sostenía las ruedas adaptadas para el salar, se había roto debido al impacto constante de las piedras del camino, y con ello, mi posibilidad de transportar agua cómodamente. No tardó la noche en venir a verme, y yo, esclavo ahora del peso del agua que tuve que cargar en mi mochila, vi frenado mi avance en relación a lo que yo esperaba recorrer.

Las circunstancias me obligaron a pensar y tomar decisiones relevantes para el transcurso de mi aventura. Decidí abandonar 2/3 del agua que tenía a fin de agilizar mi marcha para poder cumplir con el tiempo que me había propuesto, pero eso implicaba que debía racionar mi agua al máximo y limitar mi consumo de alimento a solo dos tomas al día.

Reduciendo la ingesta normal de comida (5 veces al día) a solo 2 tomas (desayuno y una cena), me fue bien, pues me permitía andar sin hacer tantas paradas y, además, debido a la cantidad tan ajustada de alimento pude avanzar sin tener tanto sueño debido a la digestión. Pero algo que si hacía ahora era beber, bebía cerca de unos 3,5 litros de agua por día.

Con la nueva medida que había tomado, para el tercer día solo llevaría 3 litros de agua, lo suficiente para sobrellevar ese día, no obstante, eso también limitaba mi ingesta de líquidos, pues parte de esa agua es para cocinar la comida.

El comienzo del tercer día fue incómodo, mis ojos ya estaban cansados del reflejo constante del brillo blanco que reflejaba el salar, el cansancio, sumado con el de los días anteriores, hacía que mis piernas pesaran, y las noches frías ya eran presentes en mi cuerpo.

A pesar de la ligera carga que ya transportaba, para mí todo pesaba, demasiados kilómetros y pocas horas de sueño hicieron que la mañana se camuflara en mis pensamientos redundantes de cansancio y abandono, pero sin darme cuenta las 12 apareció en el reloj y aunque aún quedaban 55 km, apenas había bebido agua y no había nada en mi estomago desde la noche anterior. Se acerca el final y todo sacrifico es poco. Por un instante tuve que parar, me acosté completamente en el suelo y pensé, lo dejo ya o sigo hasta que una de dos, o la muerte me encuentre o encuentre yo el final. Fue ese dilema el que me impulsó a acelerar el paso, pues consciente de que lo que iba a hacer era jugármelo todo a una carta.

Maldije y conjuré a todos los seres del firmamento, pero a pesar de ello, por fin lo divisé y sin más demora continúe hasta que al fin lo alcance, Llica, había llegado al final de mi camino, casi corrí los últimos minutos para llegar a sus tierras. Necesitaba llegar, era una cuestión de dolor y orgullo a la vez, por fin un descanso, por fin una salida de ese lugar.

Me sentí libre cuando llegué, una mezcla de paz y orgullo recorriendo mi espalda cuando solté la mochila ante sus puertas, compensando las angustias y las dudas que había experimentado al comienzo del día.

Sin duda esta experiencia me ha demostrado que la naturaleza tiene un plan y que nosotros por más que tengamos el poder de modificar nuestro entorno, jamás seremos capaces de someter a nuestra voluntad a la madre tierra. A pesar de que solo han sido tres días, han sido una dura prueba de resistencia para mí.

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